Como la mayoría de los habitantes del Noreste de la Nueva España, los pobladores de Reynosa basaron su subsistencia en la ganadería. De hecho, las riberas del río Bravo fueron transitadas de tiempo atrás por pastores y vaqueros de Coahuila y el Nuevo Reino de León, en búsqueda de nuevos agostaderos.
El carácter ganadero de Reynosa se notó desde el primer padrón de sus habitantes en 1749, cuyos principales bienes y actividad era la cría de ganado, sin que a ninguno faltara, cuando menos, un animal.
Así, los jóvenes "españoles" Cayetano Tijerina y José Manuel Vallín, reportaron dos caballos cada uno; la viuda mestiza María de los Santos, que enfrentaba la carga de su familia con sólo un caballo, y otra viuda, la "española" Josepha Cavazos, también contaba con un caballo. En contraste, Juan Ygnacio González, vecino de Cerralvo, quien se estableció sin ayuda oficial con su familia y tres sirvientes, poseía bienes contabilizados en 600 ovejas, 1000 cabras,5 manadas , en su mayoría "aburradas", con 400 bestias caballares, 40 reses "de hierro para arriba" y 10 caballos mansos. El capitán Carlos Cantú poseía 20 caballos, 70 bestias caballares de cría, 20 reses, 500 cabras, 3 yuntas de bueyes aparejadas y 3 mulas.
Para 1757 y de acuerdo al informe de la visita a la nueva provincia por el capitán de dragones José Tienda de Cuervo, el soporte de la economía local era de 2,556 bestias caballares, 71 mulas, 6 yuntas de bueyes, 1,136 cabezas de ganado mayor, 31 burros, 316 caballos de uso cotidiano y 12,700 cabezas de ganado menor, sumando 16,822 animales.
En 1795, en un censo elaborado por el coronel Félix Calleja, se destacó la existencia de 6,822 yeguas, 1,157 mulas, 1,960 caballos, 375 burros, 4,676 cabezas de ganado vacuno, 21,602 cabezas de ganado menor de pelo y 13,781 cabezas de ganado menor de lana, que sumaban 50,413 cabezas de ganado; es decir, se observó un crecimiento del 200 por ciento en el hato ganadero respecto al inicio de la vida ranchera en Reynosa.
Los pobladores de las Villas del Norte del Nuevo Santander regulaban sus tiempos de actividad de acuerdo a los ciclos naturales de la reproducción del ganado, del que obtenían su principal fuente de alimentación, la carne y la leche, complementada con las pocas semillas sembradas en los ancones del río o bien, obtenidas por el trueque de sus esquilmos en el Nuevo Reino de León o la feria de Saltillo, donde además podían adquirir artículos del interior de la Nueva España, aunque a precios recargados.
A los herraderos habituales del ganado se sumó al finalizar el siglo XVIII las "corridas" de mesteñas, o sea la captura de caballada criada en el monte, que proliferó extraordinariamente entre los ríos Bravo y Nueces. A estas labores acudían inclusive personas de las provincias vecinas , provocando un gran desorden. Ello motivó que en 1806 el gobierno del Nuevo Santander regulara las corridas, prohibiéndose desde fines del invierno a la mitad del verano, cuando ocurrían las pariciones. Se recomendó el uso de la "yerba de la Puebla" para matar a lobos y coyotes que se comían a las crías, y que los permisos se expidieran por los capitanes de las villas.
Tampoco debían meterse más de trescientos animales en los corrales, y se exigió al regreso un reporte de las piezas capturadas, a fin de reconocer los fierros de los animales, cuyos propietarios pagarían cuatro reales por el rescate.
Por su parte, la Real Hacienda cobraría dos reales por cabeza de ganado caballar y cuatro reales por ganado vacuno "orejano." Para su control, los pueblos tendrían un libro de mesteñas, reportando sus ingresos a la caja de Saltillo, de la Intendencia de San Luis Potosí. A quien no respetara las normas, se aplicarían multas pecuniarias y destierros en caso de reincidencia.
Me congratula brindar a los lectores esta importante obra, de elaboración paciente y cuidadosa, de profunda búsqueda en múltiples fuentes documentales e iconográficas, muchas de ellas nunca antes referidas o publicadas, y apoyada en la interpretación rigurosa de las mismas, pero expuesta de manera clara, de tal modo que también tenga un valor didáctico que estimule el interés y el estudio, aunados a la participación creativa en la forja cotidiana de nuestra gran ciudad.
Quiero hacer un reconocimiento a quienes participaron en la compleja elaboración de este libro, y desear que sus páginas alienten el sentido de arraigo, pertenencia e identidad que el Ayuntamiento de Reynosa promueve para fortalecer la cultura local en el mosaico pluricultural de México.
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