Debido al rápido crecimiento de los hatos ganaderos de los pobladores de las Villas del Norte, doce vecinos de Camargo y uno de Reynosa extendieron paulatinamente sus agostaderos rumbo al mar, forjando las bases de un nuevo asentamiento que con el tiempo se convertiría en la ciudad y puerto de Matamoros, que originalmente formó parte de la jurisdicción de Reynosa. Sin embargo, al expandirse con sus ganados penetraron a los terrenos de la hacienda de La Sauteña, propiedad de Antonio de Urízar y Bartolomé de Sauto, motivando un litigio en el que intervino en 1781 el juez privativo de tierras y aguas, Francisco Xavier Gamboa, a quien se dirigió Ignacio Anastasio de Ayala, representante de dichos vecinos, para solicitar la compra de los terrenos que de hecho ocupaban ante la ausencia de sus propietarios, que residían en el centro de la Nueva España. El propio gobernador de la provincia, Diego de Lazaga, favoreció la transacción representando a los hacendados Ignacio del Valle, administrador de la hacienda de Vigas. Finalmente se acordó la venta de 113 sitios de ganado mayor, tasándose un precio de 17 pesos y cinco y medio reales por sitio, en el compromiso de los compradores a dejar una cañada para que el ganado de La Sauteña abrevara en el río Bravo.
Los predios adquiridos los delimitó el agrimensor Pedro Félix Campuzano y se ubicaban perpendicularmente a la margen derecha del río, desde el paraje de los Tarayes, cerca del mar, hasta los lindes con Reynosa, a los que se denominó Caja Pinta, San Juan o Chapeño, San Vicente Chiquihuite y La Canasta, San Juan de los Esteros, El Faconeño (del capitán Camargo, José Antonio de la Garza Falcón); El Tahuachal y El Potrero, El Capote y La Barranca, El Soliseño y La Palma, y Santo Domingo y Las Ánimas, este último comprado por el reynosense José Antonio Cavazos, propietario de la porción 22.
Por su buena ubicación, en San Juan de los Esteros se formó un poblado que en 1793 los franciscanos Manuel Julio Silva y Francisco Puelles, de paso a Texas formalizaron como misión y congregación, con el nombre de Nuestra Señora del Refugio de los Esteros, en honor de la patrona del Colegio de Propaganda Fide de Zacatecas. Poco después, la misión se transformó en curato, bajo la administración del Obispado de Linares.
En el plano político, la congregación inició su autonomía respecto a Reynosa en 1803, al nombrarse justicia mayor a Vicente López de Herrera. En 1814 y conforme a la Constitución de Cádiz, la congregación del Refugio erigió su primer ayuntamiento, eligiendo como alcalde a Felipe Roque de la Portilla, un peninsular nacido en Carriazo (Ribamontán del Mar, Cantabria), que en 1808 había organizado la fundación de San Marcos de Neve, al norte de San Antonio de Béjar, considerándosele como el primer empresario de Texas.
Para consolidar la congregación del Refugio, Ignacio Anastasio de Ayala dispuso la donación de parte del predio de San Juan de los Esteros; no obstante, su viuda Juana Girón no respetó su voluntad al venderle una parte a su hermana Rita y otra a Lorenzo de la Garza, quien a su vez, al morir, favoreció al nuevo vecindario con fracción de las tierras adquiridas. En 1823, Rita Girón solicitó inútilmente al gobierno de Santander que el vecindario le pagara renta, prosiguiendo sus herederos un litigio que el gobierno del estado de Tamaulipas dio por cerrado a mediados del siglo XIX.
Y es que nada podía detener la ascendente evolución de este asentamiento, que en 1820 fue autorizado como puerto de altura por las Cortes españolas, lo que permitiría la creación de un eje de comercio con Monterrey que vinculó al Noreste de México con el mundo exterior. En 1826 se otorgó al Refugio el rango de villa y se le denominó Matamoros, para diez años más tarde adquirir la categoría de ciudad, siendo la cabecera del Distrito del Norte del Estado de Tamaulipas.
Me congratula brindar a los lectores esta importante obra, de elaboración paciente y cuidadosa, de profunda búsqueda en múltiples fuentes documentales e iconográficas, muchas de ellas nunca antes referidas o publicadas, y apoyada en la interpretación rigurosa de las mismas, pero expuesta de manera clara, de tal modo que también tenga un valor didáctico que estimule el interés y el estudio, aunados a la participación creativa en la forja cotidiana de nuestra gran ciudad.
Quiero hacer un reconocimiento a quienes participaron en la compleja elaboración de este libro, y desear que sus páginas alienten el sentido de arraigo, pertenencia e identidad que el Ayuntamiento de Reynosa promueve para fortalecer la cultura local en el mosaico pluricultural de México.
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